Tocaba recreo. Tocaba echar un cigarrito en el patio. El problema era en qué patio. La escuela era enorme y era imposible que conocieras todos sus espacios y pasillos.
“Nos hemos equivocado de patio” me dijo mi compañero. Efectivamente no era el lugar al que queríamos ir. El lugar en cuestión era un rectángulo de proporciones faraónicas. La parte central del patio estaba cubierto por unas bóvedas sustentadas por unas columnas redondeadas que le daba un aspecto de catedral. A duras penas eras capaz de diferenciar el final del patio así que optamos por quedarnos al lado de la puerta por la que habíamos entrado. Todo el patio estaba cercado por muros de piedra de aspecto grueso y al otro lado se elevaban de manera majestuosa unas montañas picudas y grises desprovistas de vegetación. Todo ello contribuía a que el patio tuviera un aspecto bastante tétrico. “¿Cómo quieren que juguemos en un sitio así?” exclamó mi compañero. Nos encendimos el cigarro.
A la segunda calada, un ruido de motor me hizo mirar al cielo. “¿Un helicóptero? Qué coño hace aquí un trasto de esos” pensé. De repente el aparato perdió el control y se precipitó hacia los picos de piedras de las montañas y, sin llegar a incendiarse, se dirigió inevitablemente hacia el suelo al otro lado del muro. “¿Habéis visto eso?” grité, “¡el helicóptero se ha estrellado!”. Pero el aparató, literalmente, botó como un balón y entró en el patio por encima del muro hacia donde estábamos nosotros. Y a cada golpe contra el suelo, el helicóptero seguía botando como si una mano invisible lo estuviera guiando. Los niños empezaron a gritar y a correr temerosos de que esa extraña pelota de metal con hélices los aplastara y dejaran de existir para siempre. “Los helicópteros no botan, es imposible, pero es que además parece que está ¡¿encogiendo?!” pensé. Era verdad, el helicóptero encogía y se redondeaba con cada golpe contra el suelo. En un giro extraño se dirigió hacia un niño que lo esperaba con los brazos abiertos. “¡Paras tú!” me gritó al mismo tiempo que me lanzaba el helicóptero-balón que llegó a mis manos convertido en una señora pelota de baloncesto. “¡Qué demonios!” exclamé al mismo tiempo que atrapaba la pelota en mis manos. Mi compañero me miraba con una cara entre “¿dónde coño estamos?” y “sólo quería fumarme un cigarro” que se tornó en una mueca de horror cuando, desde el final del patio, vio aparecer unos seis jugadores de rugby en formación y con un sobrenatural halo de color naranja, que se dirigían no muy amistosamente hacia nosotros. Zarandeé el balón pensando que volvería a cambiar de forma pero no lo hizo. El jugador de en medio me señaló y todos empezaron a correr hacía mí. “¡Joder!” grité al mismo tiempo que rodaba por el suelo para esquivarlos. El equipo de rugby no se detuvo, penetró como si fueran fantasmas, por el grueso muro de piedra del patio, para volver a salir exactamente por el mismo punto. El del centro me señaló de nuevo, pero antes de que volvieran a embestirme, le lancé la pelota. El jugador la cogió al vuelo, me miró y torció la boca en un gesto que bien podía ser una sonrisa o una amenaza. No me quedé para averiguarlo. Salí corriendo por la puerta al mismo tiempo que sonaba la campana que indicaba que el recreo había terminado.
Nunca volví a encontrar ese extraño patio.